Un hombre de caminos


"El libro enriquece igualmente la soledad y la compañía... La vida muere, los libros permanecen."

Los trabajos y los días. Obras completas IX, 296






 Un Hombre de Caminos

Xavier Villaurrutia


E
s un deber escribir sobre Alfonso como de algo muy vivo y distinto que desarrolla, que esparce realidades y sorpresas en su trayectoria. No le demos el gusto;o el dolor, de obligarlo a preguntarse frente a nuestras palabras si estará presenciado su fin de cuentas, oyendo su oración fúnebre.
Conviene, pues, ajustar nuestros juicios a la alegre y sonriente juventud madura que atraviesa, ya que no es fácil ajustarse a la clara inteligencia que preside todos sus momentos. Conviene también no colocarse en torno un ambiente físico, un aire denso ­el aire sólido que patentó Zuloaga­, que deforme, extraño, su figura.
Presentémoslo ágil y curioso, mostrando un espíritu independiente, sobre las variadas disciplinas espirituales, entre los vientos extranjeros que han contribuido a ensanchar sus pulmones, a regular, sana, perfecta, su respiración.
Reyes hombre de letras, inteligencia abierta a perspectivas ilimitadas, no puede restringir su campo de trabajo. Conserva, en cambio, despejado el horizonte para asomarse con placer al espectáculo total del mundo.
A hombres como él podemos representarlos en un promontorio junto al cruce de muchos caminos ­la mano sirviendo de visera a la frente­, abarcando y apretando la mayor extensión posible, pero con un camino predilecto, al que a veces fingen no ver, pero  por el que optarán en el  caso de tener que abandonar su sitio. Claro que para Alfonso Reyes este camino se llama México, en América; se llama España, en Europa.
 
 
Los caminos de Europa
 
Apartando la preferencia que hacia España se palpa a través de todos los escritos de Reyes, y que se explica mejor por el culto a la tradición por él amada siempre, que  por su larga y posterior estancia en tierras españolas, como muchos observadores superficiales han querido ver, se advierte en su obra la solicitación de otras dos literaturas, de otras dos naciones: Francia e Inglaterra.
Curioso de toda manifestación artística antigua y moderna, desde su primer libro, y junto a la seducción esencial del arte griego, aparecían ya sus predilecciones francesas e inglesas. Mallarmé o Flaubert podrían representar las primeras; Wilde, las segundas.
De Francia ha probado los vinos sin hallarlos extraños; antes familiares a su paladar. ¡Cuánto de francés por su carácter e inteligencia, por su curiosidad inagotable, por el seguro conocimiento de sus propios alcances! ¿Ha fijado alguien su parentesco con Gourmont?
De Inglaterra, a la que parece haber llegado primero por meditación de los griegos ­estudios de Coleridge, Pater, Wilde­, ha alimentado y depurado su virtuosismo ideológico, cultivando su humorismo, vertiendo, en pago, a nuestra lengua, sus obras de Sterne, de Stevensson, de Chesterton.
Amante de poner su personalidad a prueba de nuevos y variados conocimientos, se ha asomado también a las literaturas de Italia y Alemania, con menos fervor quizás, pero no con menor inteligencia e instinto. De Alemania, a  la que aprendió a conocer estudiando a los griegos ­ Grecia fue para él, como es para todos, medio y fin de puros conocimientos­, principió con Lessing, con Goethe y  con el motólogo Otfried Müller, en cuya muerte ha cantado. De Italia muestra menor cantidad de conocimientos. Sin embargo, Reyes ha seguido desde la vida real e imaginaria de Lucrecia d' Alagno hasta la obra de Papini del  que ha hecho, con su economía y acierto habituales, juicios afilados, pasando ¡claro! Por cierta justa insistencia al reclamar menos despego y más conocimiento de la obra de Croce, maestro de muchos.
 
El camino de España
 
Hablando del maestro Ortega y Gasset y de su incompleto viaje por América, Reyes ha concluido en que podamos decir, con una sonrisa, que José Ortega y Gasset descubrió América. No digamos ni por un instante, ni con una sonrisa, que Alfonso Reyes descubrió España. Ningún americano de mediana cultura corre el riego de ser el Cristóbal Colón de tierras españolas. El conocimiento de España, afianzado en nosotros por largas, profundas raíces, llega a cada espíritu insensiblemente, sin sonrisas y, ahora, sin pasiones.
Podemos decir, en cambio, sin sonrisa, que Alfonso Reyes conquistó a España. Hay conquistas. La suya fue lenta pero minuciosa y segura, apoyada en conocimientos cuidadosos, fruto de entusiasmo y amor verdaderos. Inicióse temprano y fue valiosa desde entonces. Preludiaba ya en Cuestiones estéticas con un estudio acerca de Cárcel de amor de Diego de San Pedro y con otro Sobre la estética de Góngora. En sus manos, y por el detenido estudio que de él hacía, fue Góngora su primer arma de conquista, arma deliciosa y poderosa. Al estudio mencionado siguieron varios más ­siempre en torno de Góngora­ publicados, ya en la Revue Hispanique de París, ya en la Revista de Filología Española, ya en el Boletín de la real Academia; estudios que acabaron por acreditarlo como el crítico mejor preparado para tratar cuestiones gongorinas. Logró así Alfonso Reyes las primeras posiciones en terreno español. Y ya por ese tiempo su nombre apareció alternando con los de Díez-Canedo, Solalinde y Menéndez Pidal, en ediciones de clásicos españoles cuyo estudio y anotaciones se le encomendaron, seguros de su competencia y méritos.
Paralelo a esos triunfos ­destreza de sus gusto­ corría ya su conocimiento y comprensión del ambiente, de los tipos, del paisaje de España A la conquista por la inteligencia sucedía la conquista con los sentidos. Abriendo bien los ojos ­y aquí por los ojos entiéndase los sentidos todos­, sin abrirlos desmesuradamente, fue captando los diversos aspectos de la vida en Madrid, para expresarlos luego, vivos, saturados de superior realidad, ricos en comunicaciones y reflejos.
Claro que esta conquista fue, como todas las conquistas, recíproca. Madrid lo venció entregándosele: y así él recibió con sus hombres, y sus ideas y sus panoramas, la cultura de virtudes, de  cualidades acendradas, hijas de miles de años, que han acabado por rodearlo con un firme y para él inolvidable círculo.
A las anteriores conquistas sigue otra más, lograda con todas las armas reunidas, añadiendo a ellas la discreción de sus maneras y su exquisita cortesía ­¿no hemos dicho ya, y perdón por el retruécano, que Alfonso Reyes fue Cortés en tierras españolas?­. Se trata, del triunfo de la consideración, de la amistad y solidaridad conseguida entre hombres de letras de allá, Se trata claro, de la aristocracia intelectual, cerrada, indiferente ante las reputaciones oficiales, ante los abrazos retóricos de los hispanoamericanistas. Junto a Díez-Canedo, junto a Azorín, o a la sombra de Valle Inclán o de Unamuno, en el silencio que quiere Juan Ramón Jiménez, bajo las inspiraciones de Eugenio d'Ors o al lado derecho de Ortega y Gasset, ha acordado el pulso de su vida y de su arte, no sin alargar la mano comprensiva a los más jóvenes.
En España se le considera como de casa, más por el natural enlace que da la campaña común de la vida literaria que por las raíces que en ella haya enterrado su obra ­obra, al cabo, de imaginación que desborda los límites de lo individual, de lo nacional, de lo racional, para situarse en el plano de lo humano artístico.
 
El camino de América
 
Espíritu de mesurada persuasión, Alfonso Reyes no ha querido ser en América un maestro de juventudes, quizá porque comprende cuánto limita una postura de dogmatismo y admonición. Su conocimiento, su trato con las cosas que se refieren a nuestro continente, es, aunque cuidadoso y paciente, alejado. Tal vez por ello ha logrado ver y sentir con serenidad conflictos que los iberoamericanos defienden con entusiasmo pero con pasión ciega.
Atento a los más diversos problemas, los ha resuelto con exactitud y juicio; ha señalado injusticias y desconocimiento de nuestra lengua y literatura, y lo ha hecho con inteligencia y, a menudo, con ironía. Así ha meditado en el peligro de que tome en cuneta a Gourmont sus frases una lengua neo española, existente sólo en la imaginación del gran francés; para rechazar esta afirmación equivocada, acude a señalar los mejores gramáticos que en el siglo XIX  ha tenido la vieja y única lengua española: Bello y Cuervo, ambos americanos. Así, también, ha reprochado a los hispanistas norteamericanos ­al mismo Fitzgerald­, su incompleta información y sus graves omisiones cuando se trata de estudiar y considerar a los escritores contemporáneos de habla española. De imperdonables faltas se ha lamentado frente a los estudiosos hispanistas de Estados Unidos encontrando, al fin, en ellos, "un elemento irreducible de incomprensión".
Cuando trata la desdeñosa actitud de Pío Baroja contra América, y tras de recomendar no se conceda demasiada seriedad a ligerezas, caprichos del mal humor ­y del mal gusto­, logra formular sentencias definitivas respecto al valor que España representa para los jóvenes pueblos de América. Piensa que la España de hoy no es por más tiempo nuestra "Madre", ni nos aguanta ya en el regazo, que mejor nos quiere como camarada de su nueva infancia, que ahora es algo como "nuestra prima carnal".
¿Qué importa ­pensamos nosotros apoyados en sus informaciones­, que el conocimiento de nuestra América haya sido imperfecto si ahora se anuncia comprensivo; si Valle Inclán y Unamuno, si Araquistáin y Azorín vuelven los ojos con interés a la América que se integra; si Díez-Canedo sigue y comenta nuestras letras con un amor ilimitado; si el mismo Ortega y Gasset ­cuya voz, hasta en sus posturas más inestables, anuncia a España un tiempo nuevo­ cree en América está el camino de la raza española?
De estas voluntades inquietas  estudiosas, útiles siempre para el continente nuevo, nuestro escritor ha ganado no pocas. Pero hay además en Alfonso Reyes una visión más concreta, construida ya no por relaciones y comparación, sino limitada por la preferencia de figuras, de obras de algunos grandes de América: Bolivar, Montalvo, Martí, Darío, Rodó. Sobre muchos de ellos ha fijado conceptos y dicho cosas inmejorables; sobre Darío, sobre Rodó, ha insistido con devoción ejemplar.
 
 
El camino de México
 
Para Reyes existe la América que ríe y que juega; existe al mismo tiempo, la América que llora y combate. Si la República Argentina representa la tierra de robusta quietud, de reposado júbilo, México sintetiza el grito y la turbulencia. Ambos aspectos de la vida americana son igualmente nobles a sus ojos.
Alejado del México estóico, lo ha seguido siempre con apasionada inteligencia, repasando sus gestos de ayer, meditando con sus actuales gestos. Y ha sido para él preocupación constante ahondar e insistir en la tarea de encontrar el carácter, el alma nacional, ya en creaciones directas: versos, ensayos; ya en re-interpretaciones históricas, sin la limitación que la palabra historia trae consigo. Su Visión de Anáhuac, obra sólida en la que el dato histórico y el paisaje aparecen vivos, vueltos a crear, es una prueba realizada de su intento.
Su conocimiento de nuestras letras lo asegura como su crítico más entendido y sagaz. Lo mismo en el comentario  animado y lleno de sugestiones que en el juicio analítico  definitivo. Sus estudios sobre Nervo ­tipo del ensayo crítico ideológico­, sus reparos a la obra de El Pensador Mexicano ­tipo de la crítica objetiva­, revelan comprensión y justicia hacia nuestros escritores, precursores o actuales.
 
Ha predicado; mejor, ha propuesto a los amigos de su país una doctrina de amistad que oponer al tiempo codicioso y rápido. En sus libros, a cada paso, salta el recuerdo de México, el de sus amigos de acá, a los que quisiera ver unidos por sus diferencias tanto como por sus semejanzas. Los ejemplos de su cariñosa y constante información para todo lo nuestro serían inacabables. Y la resonancia que en espíritu tienen es máxima. El mismo lo ha confesado con sinceras palabras que no hallaréis es sus libros: "¡Ay, si supiera usted que en el centro de mí mismo da cualquier palabra venida de los míos, de mi México!"
 
Alfonso Reyes, hombre de caminos
 
Su temperamento, su curiosidad, sus viajes, no lo han limitado ­para fortuna nuestra­ a un solo trozo de paisaje, a un solo modo de expresión. Veámoslo sobre un promotorio en el cruce de muchos caminos, no sin pensar que, hasta en sus momentos más abstraídos, el hombre de caminos tiene los suyos predilectos.
 

1924
 

Textos y Pretextos, México, La Casa de España, 1940, pp. 61-71.



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